miércoles, 14 de marzo de 2012

ARGENTINA - CAP 4/5: la crecida

Santa María, Catamarca - miércoles, 14 de marzo de 2012

Estábamos nuevamente en la orilla oeste del río Santa María y mientras nosotras estábamos iluminadas por el sol, podíamos ver, sobre la orilla este del río, avanzar una cortina densa de lluvia que se desplazaba muy lentamente, cual vitral opaco blanquecino, desde el Aconquija en dirección norte.  Era impresionante ver como después que pasaba esa densa lluvia sobre todo el cordón montañoso de en frente, las altas cumbre quedaban cubiertas de un fresco manto de nieve.

A medida que la cortina de lluvia se desplazaba frente a nuestros ojos y se posicionaba justo en frente nuestro, la temperatura descendía rápidamente y el sol a nuestro alrededor iba perdiendo fuerza y diluía su fuerte color dorado en un deslucido y frío plateado que apaciguaba su fuego abrasador y apenas iluminaba con una gélida luz blanca.

A pesar de la densa cortina de lluvia que se descargaba del cielo, la cantidad de agua caída era constante y parecía no tener fin, como si la reserva de lluvia de las nubes fuese un recurso inagotable. 

Mientras tanto nosotras seguíamos desplazándonos sobre el cordón montañoso seco, que corría paralelo al cordón montañoso llovido.  Pero de pronto, del lado sur del mismo, vimos venir avanzando hacia nosotras, una nueva cortina de lluvia fumé.  Había que salir de su camino cuanto antes.

Nos comunicamos entre nosotros vía handy ya que estábamos esparcidos por distantes puntos sobre la misma ladera y acordamos partir en el momento debido a los tremendos rayos, que como fuegos artificiales, iluminaban las grises nubes que habían eclipsado, sobre nuestras cabezas, el sol.  No hay fotos porque no era un momento para hacer foco en otra cosa más que en abandonar la zona.

Todos los días procurábamos cruzar lentamente el río, buscando sus zonas más anchas, y por ende, más bajas, donde el agua no nos llegaba más allá de nuestras rodillas y nos permitía mantener la estabilidad de cada paso.  Buscábamos las zonas donde el cauce principal se dividía en pequeños riachuelos separados entre sí por pequeñas lonjas de piedras y arena.  Debíamos cruzar diariamente unos seis de estos riachuelos aproximadamente.  Y cruzábamos siempre en diagonal, desde un punto más arriba, río arriba, con respecto al punto que queríamos alcanzar al terminar el cruce, para dejarnos, de esta forma, arrastrar lateralmente por la fuerza del río mientras lo atravesábamos.

Pero esta vez comenzó a llover sobre nosotros en forma copiosa y dado que el río corría hacia el norte y la tormenta tenía dirección sur-norte, el cauce iba rápidamente en aumento, sobrecargado por el agua extra de la lluvia.

Nos llevó un par de minutos, tal vez unos quince minutos, caminar a paso apurado entre los matorrales, ladera abajo, debajo de una lluvia que se hacía cada vez más intensa, hasta alcanzar la planicie aluvial.  Pero en el camino debimos hacer una parada técnica para poder ponernos nuestros pilotines.  No podíamos perder un segundo más, cada minuto que pasaba era un minuto más en nuestra contra y a favor de la crecida.

Previendo que esto podía sucedernos algún día, habíamos dejado escondidos entre los matorrales del cerro, una carpa, comida y un bidón de agua, sin embargo, antes de pasar a hacer efectivo este plan B, que nos dejaba a merced de una ladera alterada por la lluvia y sin posibilidad de ver lo que sucedía a nuestro alrededor salvo en la inmediatez de nuestras linternas, debíamos evaluar la posibilidad de llevar adelante el plan A: intentar cruzar el río crecido.  

Otra de las cosas que fuimos haciendo en los días previos, fue esconder botellas de agua potable entre de los arbustos de los caminos que más transitamos para poder volver a ellas cada vez que lo necesitamos, pero esta vez, el agua nos caía cual maná del cielo.

Sólo cuando llegamos a la orilla, después de atravesado una tupida franja de espinosos arbustos, pudimos ver realmente cuál era el panorama.  Mi impresión fue desesperante: el río estaba incruzable.

Era una masa rápida de agua revuelta, turbia y marrón, que avanzaba a toda velocidad, generando ligeros saltos y un oleaje permanente sobre su superficie.  Los pequeños islotes de arena que dividían cotidianamente el cauce del río, salvo el del medio, habían desaparecido debajo de la corriente. 

De los cinco integrantes que formábamos el equipo (durante la semana se nos había sumado un muchacho) yo era la única que consideraba que cruzar el río enfurecido, bajo la lluvia densa, con los pilotines puestos y con las mochilas sobre nuestras espaldas, era una locura.  Sin embargo, mis cuatro compañeros consideraron que todavía se podía intentar el cruce, en condiciones dificultosas, pero posibles.

No iba a quedarme sola en medio de una tormenta, en la montaña, pero tampoco estaba convencida de dejarme arrastrar por la crecida, sin embargo no había tiempo para este tipo de preguntas filosóficas, ni tampoco lo hubo para evaluar, como hacíamos diariamente, cuál era la mejor zona para cruzar: imperaba cruzar y salir de ahí cuanto antes, antes que la crecida se desperezara y extendiera su cuerpo a lo ancho, de costa a costa.   Es por eso que durante las crecidas, permanecer en las orillas también es peligroso, porque el agua suele cortar porciones de tierra completas, llevando consigo todo lo que se encuentra en ella.

Comenzamos a cruzar la primera de las dos autopistas fluviales que se habían formado.  Como cada día, formamos lo que llamábamos el Frente de Choque Acuático: tres personas tomadas del brazo avanzando adelante y dos más, caminando separadas, avanzando por detrás, sólo que esta vez, el tomarnos de los brazos resultaba sumamente incómodo y hasta incluso inestable, debido a que llevábamos los pilotines puestos como una gran capa, cubriendo por encima nuestros cuerpos junto a nuestros pertrechos, con lo cual éramos como una especie de globos con patas y de colores llamativos, incapaces de elevarnos, derrapando por la tierra, en medio del paisaje gris de la tormenta.  

La fuerza del agua intentando desestabilizar nuestros pasos era impresionante, pero más que mirar la corriente de agua que tiraba de nuestras piernas e intentaba arrastrarnos para llevarnos consigo, cada vez que cruzaba el río, posaba mi vista sobre el horizonte, en lo alto de las cumbres montañosas, para sentir únicamente la fuerza del agua ejerciendo presión sobre mi cuerpo pero evitando marearme o aun desesperarme viéndola correr a mi alrededor.

Con mucha dificultad pero con pequeños y certeros pasos pudimos alcanzar la única franja de arena que quedaba libre de río, justo en el centro de su cauce, y que se extendía más allá sólo unos metros para perderse nuevamente bajo el manto de agua.  Tendría tal vez unos cuatro metros de ancho por unos diez de ancho.  Era una tenue lengua de arena que se extendía paralela al cauce del río pero que lentamente tendía a desaparecer.  De pronto me puse de cara al sur y me ví parada en un islote que distaba mucho de ser tierra firme, frente a un río que venía seguro de sí mismo, en mi dirección, pero que al llegar a mi, me rodeada abriéndome sus dos brazos, cerrando nuevamente el furioso abrazo a mis espaldas.  

El segundo cauce a cruzar era un torbellino de agua embravecida que se elevaba y se montaba sobre sí misma.  En comparación, el brazo que acaba de cruzar se me tornaba manso y domesticable.   Nuevamente mi apreciación era unitaria: el río era incruzable.  ¿Qué razonamiento o qué pérdida del mismo me había llevado hasta ahí y me había puesto en medio de la crecida? 

Mientras tanto a mi alrededor mis compañeros se movían de un lado al otro y debatían sobre cuál era el mejor punto para cruzar dentro de un contexto de "incruzabilidad" total.

Mi prioridad de pronto se convirtió en alcanzar la otra orilla lo más pronto posible, antes que el cauce del río aumentara lo suficiente como para devorar la lonja de arena sobre la que me encontraba perplejamente parada y se convirtiera en un sólo brazo unificándose.  Temí literalmente que el río me moviera el piso.  El río no pide permiso sino que toma a su paso todo lo que desea, todo lo que le pertenece, y lo incorpora a su lecho, tal vez a modo de trofeo para demostrar quién es el que manda en la esfera natural, tal vez a modo de ofrenda para cobrarse alguna deuda en la esfera sobrenatural... 

Miré suplicante a una de mis compañeras y emití una sola palabra: "volvamos".  Volver implicaba resguardarnos los cinco en una pequeña carpa que seguramente en ese momento estaría mojada (porque estaba sin armar) y alimentarnos de un par de latas de comida fría.  El brazo que acabábamos de cruzar sabíamos que era todavía transitable, el que nos esperaba era incierto y se mostraba mucho más desafiante.  Sin embargo el equipo priorizó avanzar.  ¿Cuál era el límite?  ¿Esperar a que el río se llevara a uno de nosotros para que comprendiéramos lo que nos estaba queriendo decir con todas sus señales de alerta y que estábamos empecinados en no escuchar?  Así y todo, nos rearmamos rápidamente y continuamos el cruce adentrándonos en la segunda vía de agua.

La fuerza del agua tiraba mucho más fuerte que en el brazo anterior y se arremolinaba cotejándonos a nuestro alrededor, como manteniéndonos en una ronda ritual que aguardaba nuestra rendición en la caída.  Sin embargo, cuando ya casi parecía que alcanzábamos la orilla, una de nuestras compañeras se dobló el tobillo y cayó al agua aferrándose al lecho "en cuatro patas".  Todos nos dimos vuelta repentinamente horrorizados y corrimos en su ayuda mientras el río no cesaba de danzar victorioso a su alrededor, demostrándonos que la había tomado prisionera, pero nosotros no estábamos dispuestos a dejar que se la apropiara, sin embargo una de las chicas que corrió en su ayuda, tropezó y también cayó al agua sobre la orilla.  Ahora teníamos dos de cinco personas esclavizadas por el río.  Las ayudamos y nos alejamos del cauce lo más rápido posible como que no tomara una nueva víctima del pie.

Llegamos a nuestra casa completamente mojados y embarrados, así que prendimos el horno para calentar un poco el ambiente y entrar en calor nosotros también.  Rápidamente nos quitamos las prendas mojadas, las colgamos en la cocina para que se secaran y a cambio nos pusimos ropa seca.  En la calidez del hogar y en lo reciente del húmedo recuerdo, nos preparamos unas tazas de chocolate caliente que preparó a modo de invitación quien había caído primeramente al agua, a modo de generoso gesto de agradecimiento.- 


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